martes, 26 de junio de 2007

Jane, 1856.


-La música es aburrida-le decía su hermana mientras tejía los encajes de su ajuar-y además, no sirve para nada. Siempre te lo digo, Jane, pero tú no haces caso: emplea tu tiempo en actividades útiles. Así jamás encontrarás un marido.

Eso la alegraba por dentro. Le gustaba su casa, le gustaba su amplio jardín colonial y le gustaba acompañar a su abuelo en los largos paseos que daba junto al Támesis. Jane no quería irse de su casa. Para ello, tendría que abandonar a los gatos que cuidaba en el jardín, y no estaba dispuesta a ello. Seguiría siendo una muchacha extraña si así podía evitar toda la marabunta en la que ahora se veía envuelta su ajetreada hermana.

Cuando Jane tenía doce años, la visita del señor Crawford, el maestro de música, dejó de recibirse en la casa. También la de la señorita Smith, su institutriz y la de Elizabeth, su hermana mayor, y como la del señor Hannigan, el maestro de aritmética de John, el hermano menor.

El pequeño John se había hecho mayor, y se marchaba a la Universidad, dejando a su hermana desamparada. Eso pensaba ella mientras se alejaba el carruaje. Ya no podría escuchar las clases de aritmética y contestar a los quebrados con la mente, ya no podría aprender literatura ni ciencias naturales escuchando detrás de las puertas, y ni siquiera podría seguir tocando en la infantil orquesta que imaginariamente componían sus hermanos siendo niños, "Los músicos de la familia Beckett".

Elisabeth no podía ayudarla. Estaba demasiado ocupada vendando las heridas que la aguja infligía en sus dedos afilados y eligiendo las flores y el color de las lazadas para su boda con Aaron Norfolck, uno de los más ricos banqueros de la ciudad.

Jane pensaba que la presión del corsé le impedía pensar con claridad, pues decía corresponder al señor Norfolck con toda su alma, y lo cierto era que a ella le parecía el ser más fastidioso de la tierra.

Su hermano, a más de responder a sus cartas, como él mismo le decía: "Mi querida Jane, no hago otra cosa que dilapidar mi fortuna en caras mujeres y caras botellas de champagne".

Desde hacía años, su vida era pura melancolía.

Su padre le había prohibido que tocara. Se lo prohibió un caluroso día de agosto cuando contaba con quince años, en el que se le ocurrió que sería divertido tocar al aire libre, en su maravilloso jardín. Cuando llevaba horas tocando, se percató del público que se amontonaba en la reja dorada que rodeaba su casa. Cuando el señor Beckett supo del escándalo, la increpó duramente. Nunca más se escuchó una nota en su casa.

Por eso ella, resignada, evadida, pensando en lo que podía haber sido y no fue, entra en su recámara, cierra con llave, corre las cortinas y, cuando se siente totalmente sola, toma su violín, lo palpa, lo huele, le limpia un poco el polvo de los días y días que pasa en su maletín de piel, y hace como que lo toca, escuchando la melodía en su mente, una melodía acompasada y calmada, de ésas que ella compone imaginariamente, y representa, imaginariamente, y por las que le aplauden fervorosamente...también imaginariamente.